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Yara inspiró hondo de nuevo, con los ojos
cerrados, y contó hasta diez mientras espiraba. “Uno, dos, tres…”. Su torso se
mantenía recto, con la coronilla apuntando al techo del camarote, mientras que
sus piernas se mantenían cruzadas en paralelo al suelo de madera. Inspiró de
nuevo, tratando de concentrarse por enésima vez. Pero, por algún motivo, no lo
lograba. Como un insecto especialmente molesto, había una idea rondando su
cabeza que no la dejaba meditar en paz.
Cuando su oído afinado por el entrenamiento captó
los primeros graznidos de gaviota, sin embargo, desistió con un hondo suspiro
pero no abrió los ojos. Quería comprobar primero que sus capacidades no se
habían deteriorado. Pues había una vocecita insidiosa que se lo sugería mentalmente
cada dos por tres.
Alzando ligeramente la nariz, aspiró, buscando el
olor del puerto; le satisfizo encontrarlo en pocas décimas de segundo.
Asimismo, continuó pendiente de los gritos de las aves marinas mientras el
barco se bamboleaba suavemente sobre las olas. Su aumento en intensidad, sumado
al ruido propio del ajetreo de los muelles, le indicó que estaba a punto de
llegar a su destino. Y, sin quererlo, un nudo de ansiedad se enroscó en la base
de su estómago. Puesto que llegar implicaba enfrentarse a su peor miedo.
En ese instante, un puño golpeó con suavidad la
puerta de su camarote, devolviéndola a la realidad.
–Adelante –indicó la joven.
La madera se entreabrió y el rostro de Yara se
relajó levemente cuando vio que lo que asomaba por el hueco era la cabeza de
Fadir.
–Mi general, ya hemos llegado –avisó este con
sencillez.
Yara asintió con un solo movimiento al tiempo que
se levantaba para calzarse y vestirse. Para meditar, por regla general, solo
llevaba los pantalones negros y la holgada camisa verde del uniforme.
–Gracias, teniente. Enseguida subo.
Fadir respondió con una educada reverencia antes
de cerrar nuevamente la puerta. Yara escuchó sus pasos ascendiendo por la
escalera a cubierta mientras se abrochaba el corpiño de color azabache y se
enfundaba las botas. Con cuidado, palpó que la daga que siempre llevaba
escondida estuviera en su sitio al tiempo que situaba otra bajo la primera
prenda. La capa bordada con los colores de Vlinder ocupó sus hombros, enderezó
el broche de la kalpana sobre su clavícula derecha, alzó la barbilla con
decisión y salió del camarote.
Hora de ajustar cuentas.
La ciudad de Anybel era, sin duda, una de las
menos relucientes de Vlinder. En comparación con los edificios pintados de azul
y blanco coronados por tejas de bronce de su gemela del otro lado de la bahía
de Amüer, Belina, la villa fortificada que se extendía entre los acantilados
del Explorador casi podía decirse que se mimetizaba con el ambiente. Sus
ladrillos de color oscuro y sus edificios geométricos de no más de tres alturas
y dispuestos en perfecta alineación, como un gigantesco puzle, albergaban
además un tesoro más valioso para Vlinder que cualquier riqueza reluciente que
se pudiese extraer de las arcas de los nobles. Puesto que la ciudad contaba con
una de las escuelas militares más prestigiosas de Vlinder: la Escuela Marcial Magna del maestro Aoke
Duniev. Fuera cual fuese la aspiración de cada uno en el ejército, todos los
aprendices jóvenes empezaban estudiando con él y Duniev era el que solía
determinar si valían o no, y quiénes, para cada puesto o rama del ejército. Y
Yara había dedicado su vida desde que apenas levantaba dos palmos del suelo a un
solo propósito: llegar lo más alto posible.
Aunque Ghibel era el puerto más transitado y conocido
de Vlinder, donde se celebraban las grandes ceremonias navales, las misiones
menores y de espionaje siempre atracaban en Anybel bajo bandera generalmente
anónima. Al menos desde que la vecina Olut había puesto sus codiciosos ojos en
lo que los vlinderis consideraban suyo, despreciando su austero estilo de vida.
Yara apretó los puños mientras el barco terminaba de acoplarse al muelle, las
amarras se ajustaban en sus posiciones y los marineros situaban la tabla para
que los pasajeros pudieran descender a tierra. La joven general se situó en
cabeza, flanqueada por Fadir y el capitán del barco, al tiempo que avanzaba
hacia una calle ascendente de las muchas que salían del puerto. La mayoría de
ellas estaban asfaltadas con losas de piedra grisácea, lo que hacía que los
tacones de sus botas resonaran más de lo que la muchacha desearía. Manteniendo la
vista al frente y aferrando su casco reglamentario bajo el brazo, Yara caminó a
paso marcial en línea recta hasta llegar a una plaza redonda y desprovista de adornos.
Allí, frente a un imponente edificio cuadrangular, los esperaba una comitiva
presidida por un hombre corpulento de ojos acerados y barba grisácea pulcramente
recortada.
En cuanto Yara se aproximó y lo saludó con el
gesto marcial propio de Vlinder –con la mano izquierda debía tocar primero su
hombro izquierdo, después el derecho y posteriormente inclinar la cabeza para
finalizar tocándose la parte superior de la misma– el hombretón sonrió
ligeramente y le situó las manos sobre las hombreras. Acto seguido la besó en
la mejilla cuando ella incorporó la barbilla y dijo en voz alta:
–Bienvenida a casa, general.
La Escuela de Anybel, situada en una
posición elevada y estratégica, permitía contemplar la bahía casi por entero
desde los ventanales que recorrían sus pasillos e iluminaban cada una de sus
estancias de piedra oscura. Gracias a la presencia de enormes chimeneas
alimentadas con madera de pino procedente de los bosques más próximos o ramones
residuales de plantaciones cercanas, generalmente de árboles frutales, la
temperatura en la mayoría de las zonas comunes de la enorme academia era
agradable. El Gran Capitán Silika Clàr, por su parte y tras haber almorzado
junto a su hija y el Gran Maestro en un balcón sobre la ciudad, había llevado a
la joven a otro salón aparte. Y Yara sabía perfectamente la razón.
El salón de reuniones al que se dirigieron era
austero, con algunos trofeos colgados de las paredes, un par de tapices de
temática bélica adornando el muro frontal y una mesa de reuniones tallada en
tosca madera de roble. No obstante, cuál no fue la sorpresa de Yara al
comprobar que Silika, en vez de tomar asiento enseguida como le indicó a ella
que hiciera, se aproximaba a un aparador y tomaba algo que parecía un sobre entre
sus enormes manos enguantadas.
–Ayer a mediodía llegó este mensaje por paloma
mensajera –indicó simplemente mientras se lo tendía.
Yara, tras una breve vacilación, tomó el pergamino
entre los dedos y lo observó con detenimiento. Estaba abierto, por supuesto.
Despacio, alzó la vista hasta cruzarse con unos iris grises y carentes de
emoción a simple vista. No hacía falta preguntar para obtener la respuesta que
buscaba. Sin embargo, la muchacha se esforzó por mantener la entereza. Debía
saber qué decía la misiva por sus propios medios y, además, había sentido una
mano invisible estrujando su corazón al intuir el contenido de la misiva.
En efecto, era lo que suponía, por lo que apretó
ligeramente el mensaje en su puño derecho sin poder evitarlo. Sabía que no era
buena idea pero, ¿qué podía haber hecho?
–¿Y bien? –rompió entonces el silencio el Gran
Capitán–. ¿Qué tienes que decirme, general?
Yara tragó saliva y miró al frente.
–Lo siento, padre. He fracasado.
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¡Os esperamos en la próxima parada!
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¡Ay, Yara! Qué mala suerte haber terminado esa misión de tan mamá forma y justo porque fue robada. O sea, no hay otra razón, fue robada y por eso esa importante misión no la pudo llevar a cabo. Igual me parece un gran descuido por parte de ella... en fin, ya la van a regalar con todo en el siguiente capítulo me imagino :(
ResponderEliminarMe gustó la descripción de las ciudades y como aprovechaste este capítulo para hablarnos más de Vlinder y como se compone, también aquello de las escuelas militares. Al parecer es un pueblo más militar que otra cosa, hasta el momento, no? Quizá más adelante se ven otros detalles :)
Gracias por la continuación y mucha suerte!
De tan mala forma*
EliminarCreo que adelantas demasiados acontecimientos ;) seguirá! Gracias por comentar!
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