domingo, 4 de diciembre de 2016

Entre la espada y la pared (Kaleb IV)

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Se durmió en la cubierta, apoyado en un saco de arpillera y abrigado con una manta raída que uno de los marineros le había cedido por lástima. Fue Ivanich quién le despertó: su mascota había decidido volver de su viaje nocturno, durmiendo en su cuello y dejándole durante unos segundos sin aire.
Se incorporó tosiendo, tirando a Ivanich a sus piernas y recibiendo un bufido del drega, quien se acomodó de nuevo en su hombro para dormitar. Kaleb, molesto por el despertar, se levantó con torpeza, sintiendo la ropa húmeda y un incómodo dolor en el cuello.
Al acercarse a la barandilla comprobó que aún era temprano: los marineros habían amarrado el barco al gran puerto de la ciudad, comenzando a subir suministros y a conseguir viajeros que quisieran volver a Ibisha. Suspiró, resignado con su destino, preparado para los lugares y personas donde sus pies le llevasen.
—¿Ya despierto? —escuchó decir a una mujer a su espalda. No se dio la vuelta, ya que ni siquiera podía girar el cuello. Contuvo una mueca de dolor al intentarlo.
—Ivanne... —se giró lentamente, apoyando la espalda en la barandilla y sintiendo el entumecimiento de ésta—. Tengo que admitir que te he echado de menos esta noche.
Ivanne lucía diferente: atrás quedaban las túnicas vaporosas y los colores claros, ya que ahora el cuero trabajado, el metal y telas rudas y oscuras la vestían. ¿Dónde se había metido? Aún así su pelo rubio, recogido en una hermosa trenza, daba vivacidad a todo el conjunto. La mujer puso los brazos en jarra, con una media sonrisa.
—Tú lo que has echado de menos es dormir a cubierto, ¿Verdad? —Giró el cuello con burla, sabiendo que él no podía hacer eso—. Vaya viaje a caballo vas a pasar.
Kaleb intentó asentir, sin conseguirlo: se acercó lentamente a ella, con los ojos ligeramente entrecerrados, sin decir nada. Ivanne dejó que el joven la agarrara de la cintura, siguiendo su juego. Se cruzó de brazos, observando.
—Pero compartimos caballo, ¿No? —preguntó Kaleb con voz melosa. Por todos los dioses, antes prefería dormir tirado en un puente a ir andando a cualquier lugar...
Ivanne, para su alivio, asintió: pasó las manos por el pelo castaño de Kaleb, el cual se estaba aclarando por culpa del sol. Sintió cómo su cuello se resentía, aunque aguantó la muestra de cariño de la mujer.
—¿Me acompañas a desayunar? —preguntó Ivanne, separándose de él con agilidad y alejándose. Kaleb observó su contoneo con interés, aunque tuvo que levantar la mirada cuando se dio la vuelta—. Pretendo bajar a Myah.
—¿Y tus compañeras? —Kaleb levantó el brazo para acariciar a Ivanovich; su mascota dormía sin ningún interés en su alrededor.
Ivanne frunció los labios, negando con la cabeza. Los ojos claros de la muchacha se perdían en el horizonte de casas bajas de Myah.
—Tienen otras cosas que hacer. ¿Vamos?.
Kaleb se acercó a su equipaje para coger la capa: se la había robado a un noble de Vlinder cuando estaba entretenido con una chica de compañía. Sabía que aquel hombre, antes de explicar lo que estaba haciendo cuando había perdido la capa, prefería callarse y comprarse una nueva. Se la echó por los hombros, sintiendo el abrigo de una buena tela, agradecido por sentir una prenda seca en aquel ambiente húmedo y frío que dejaba el mar por la mañana. Ivanich, sin quejarse, bajó hasta su bandolera, enroscándose y volviendo a dormir.
Ivanne le estaba esperando en el puerto, ataviada con una túnica oscura que llegaba a cubrir su pelo y las formas de su cuerpo. Kaleb levantó la mano en señal de saludo, incapaz de disimular su cansancio. Antes de que llegara a su altura la mujer comenzó a andar.
—¿Conoces algún sitio de Myah? —preguntó Ivanne, con sincera curiosidad.
Kaleb se cubrió mejor con la capa, palpando una pequeña daga que siempre llevaba en el costado: cuando iba a un lugar lo primero que recordaba era las caras de sus víctimas, o los dueños de tabernas donde se había ido sin pagar. Intentó recordar a qué taberna, de las pocas que había decentes, podían ir.
—Sígueme —indicó Kaleb, con seguridad—. Conozco un sitio un poco más íntimo y menos... —titubeó, observando su alrededor, asqueado con el olor a mar que desprendían los marineros— y menos sucio.
Ivanne no pudo evitar soltar una carcajada que llamó la atención de la gente de su alrededor: entre rostros hirsutos y pelos oscuros, aquella muchacha era un lugar en el que posar la mirada varios segundos. Se ocultó más en su capa, seguro de que, si alguien le reconocía, no podía huir.
—Me gustaría saber por qué conoces esos sitios —indicó Ivanne, observando su alrededor con interés.
Kaleb simplemente sonrió: en Myah, pese a lo que había dicho el marinero, había cinco tabernas: la Isla Myahense, donde había perpetrado un robo al mismísimo propietario. Había huido del lugar tras prender fuego a varias mesas, aunque sin heridos. En el mismo puerto se encontraban La tabaca y Los pilares, donde su nombre aún continuaba en cuentas sin saldar. Y en La poderosa... aún seguía sin saber si aquel niño que recogía los platos era suyo o de otro hombre que había conseguido cautivar a la hija del dueño.
Así que, si pretendía tomar una bebida caliente sin salir escaldado, tan sólo le quedaba la ortiga, una pequeña taberna por la que había sentido predilección, y donde su tabernera, una mujer llamada Mirena, siempre le había recibido con el cariño que no encontraba en los otros lugares.
Entró él primero, abriendo las dos puertas con una sonrisa en la boca: el local, como siempre, estaba casi vacío. El olor del mar y del sudor desaparecía tras las especias del norte que Mirena usaba para todas sus comidas y bebidas. Ivanne, tras él, frunció la nariz.
—¿A qué narices huele? —preguntó en un susurro, cerca de su oído.
Olía a cadrae, una variedad de ortiga del desierto que, hervida en agua con azúcar, conseguía la bebida más estimulante que había conocido. Si abusabas de ella podías estar sin dormir más de dos días. O quizás el aroma era de respulus, otra ortiga que crecía cerca del río Iye, que emanaba un olor salobre. Mirena siempre lo había picado hasta convertirlo en polvo, añadiéndolo a todas sus comidas como si de sal se tratase. Dejaba buen aliento.
—Especias norteñas —acabó contestando Kaleb, acercándose a la barra y golpeándola con el puño, intentando llamar la atención de quién estuviera en la cocina.
Les atendió Mirena: era una mujer espigada, con el pelo blanco por la edad y con expresión afable. Se acordaba de Kaleb, y gracias a eso pudieron desayunar por dos monedas de cobre. Kaleb pidió dos bebidas con cadrae, sabiendo lo mal que lo pasaría aquella noche al no poder dormir. Ivanne, sin saber los efectos, le imitó: bueno, así podrían entretenerse.
—Veo que caes bien allí a donde vas —murmuró Ivanne, observando la bebida oscura con curiosidad.
—Bueno, los que me revolvieron la habitación no estaban tan de acuerdo. —Kaleb bebió la primera taza sin apenas saborearla, sintiendo el calor en su garganta y olvidando las prendas húmedas.
—Kaleb.
La voz de Ivanne había cambiado, siendo imperante y adulta: si había pensado que aquella muchacha no era más que otra chica dispuesta a divertirse en Ibisha y hacer cosas antes prohibidas, se había equivocado. Por suerte pudo disimularlo, dedicándole una mirada de soslayo que le hizo parecer misterioso. Simplemente no podía mover el cuello.
—Necesito tu ayuda —prosiguió, meneando la taza antes de dar un pequeño sorbo— ¿Conoces Belina? Está en Vlinder.
Kaleb se removió en su asiento, incómodo: siempre había sido itinerante, pero pocas veces había viajado a Vlinder. Cultura diferente, mucho honor de por medio y una seguridad bastante más agresiva que en Olut.
—No —dijo con voz grave. Sabía que la conversación iría por malos derroteros.
—Es un condado, importante para la capital y sobre todo por su fuerza militar. Neira es la condesa, ¿Te suena el nombre?
Kaleb abrió los ojos: a veces se había codeado con nobles de diferentes lugares, aunque la farsa no duraba más de una noche. Conocía el nombre, pero no recordaba de qué. Ivanne no esperó su respuesta.
—Neira es viuda. Con su anterior marido solo tuvo una hija, pero está dispuesta a ceder el trono a su futuro marido.
—¿Y quién es su marido? —preguntó Kaleb con fingido interés. Cuchicheos de palacio, lo que más le asqueaba.
—Buena pregunta. Neira está enamorada de un tal Mamfret, un hombre sureño apuesto y de su edad, con el que se cartea desde hace meses. Me ha mandado venir a por él. —Ivanne apuró la primera taza—. El problema está en que Mamfret no existe. Las cartas las escribí yo.
Kaleb se giró lentamente para mirarla: disimuló la sorpresa con una expresión interrogante. Ivanne simplemente se mordió el labio, aunque no parecía perder su terquedad.
—¿Y bien? ¿Te gusta el nombre de Mamfret?
—¿Por qué me debe gustar?
—Quiero que seas Mamfret, Kaleb.
Kaleb se levantó con rapidez, pese al dolor de espalda que conllevaba. Ivanne levantó las manos para detener su huida, y lo consiguió. Por suerte la taberna estaba casi vacía, y quienes estaban no se interesaban por su conversación.
—¡No me voy a casar con nadie!. Por todos los dioses, y menos con alguien de Vlinder. Es lo mismo que ponerme unas cadenas voluntariamente.
Ivanne enarcó la ceja durante unos instantes, aunque sin bajar los brazos. Se levantó y se acercó a él, aunque Kaleb se mostró reticente.
—Kaleb, necesito seguir con esta farsa. Si no se casa con alguien de mi confianza, mi madre.. —Ivanne se llevó las manos a la boca, con sorpresa.
Y Kaleb mostró una sonrisa taimada, cruzándose de brazos.
—Te faltaba el dato de que Neira era tu madre —comentó Kaleb con tono conciliador, acercándose al taburete y sentándose de nuevo. Se llevó a la boca el pastel que había pedido junto con la bebida.
Ivanne estaba desarmada: se volvió a sentar, ligeramente encorvada. Kaleb se acarició la barba con renovado interés, encantado de llevar las riendas.
—Quieres que me case con tu madre y que te ceda todo, ¿Verdad? —pese a que las intrigas de las cortes no le gustaban, eso no significaba que no las conociera— ¿Y por qué iba a hacerlo? ¿Por qué te iba a dar nada después?
Esta vez fue Ivanne la que se removió en su asiento. Tras unos instantes le miró a los ojos con fiereza.
—Mi madre morirá poco después de casarse con Mamfret. A quien lo herede, yo le pediré matrimonio. En mi condado está bien visto seguir con la pareja que haya elegido tu padre o madre.
—¿Casarte con tu padrastro? —Kaleb profirió una carcajada que sonrojó a Ivanne— ¿En Vlinder? ¡Pero qué os pasa!
—¡Callate! Si no eres tú, Kaleb, conseguiré a otros. Y si no, mataré a mi madre sin marido de por medio, aunque luego la herencia sea más complicada. En Vlinder no les gusta dar herencias a hijos únicos, y menos a hijas.
Kaleb la observó con curiosidad, y a su mente vino el aroma de la planta de Akarst. Sonrió con complicidad.
—La planta de Akarst. En grandes dosis puede matar. Sería como beber litros y litros de alcohol...
Ivanne mostró una media sonrisa, comenzando a beber su otra taza.
—Ya te he dicho que mis compañeras tienen otras tareas. La mía es convencerte.
Kaleb se apoyó en la barra, paseando los dedos por la madera. No sabía qué estaba pensando, si el plan era disparatado. No quería meterse en problemas, y menos ser un noble. Pero aquello le garantizaría una vida decente durante unos meses...
—Y tras la muerte de tu madre me desposaría contigo, ¿Verdad?
—Sí —contestó ella sin apenas pensarlo. No parecía asqueada por comprometerse con alguien que no conocía, o avergonzada por su honor. Vlinder cada vez decaía más en valores. La mujer levantó las manos para evitar que él hablara—. No pretendo frenarte. Cada uno tendría su vida, como si quieres irte tras el enlace. La única condición es que yo regiré el condado y me quedaré con dos tercios de la fortuna. El resto es toda tuya.
Seguro que la fortuna de un condado era bastante alta. Meditó el plan durante unos minutos, pensando en todos los eventos a los que tendría que asistir, o en lo que tendría que hacer para casarse con la condesa.
—¿Qué edad tiene tu...?
—Es aún joven —le interrumpió Ivanne, visiblemente molesta—. Para una persona como tú no será incómodo cumplir con el matrimonio.
Kaleb no pudo evitar mostrar una sonrisa pícara. Se acercó a Ivanne, sabiendo que ella ahora estaba enfadada. Su pelo trenzado caía por su hombro, y la recordó desnuda...
—¿Cuándo acabarás con ella? —susurró cerca de su oído. No conocía a esa condesa, ni siquiera le interesaba saber nada de ella, pero sí el tiempo que tendría que estar con un maldito compromiso a cuestas.
—Dos meses después de vuestro enlace, para que no te relacionen con su muerte. —Ivanne hablaba con frialdad, y Kaleb no pudo evitar sentirse incómodo—. Estarás en algún viaje para entonces.
—¿Me vas a hacer estar dos meses lejos de ti? —preguntó Kaleb con voz melosa, aunque fingida.
Aquella muchacha creía que su entrepierna decidía por él. Si esa mujer era capaz de matar a su madre por un condado, no tendría ningún tapujo en acabar con él por la misma razón. Y si se atrevía a rechazar el acuerdo, con toda la información que sabía, seguramente no saldría de Myah con vida.
Acabó asintiendo en un movimiento torpe, dedicando una mirada curiosa a Ivanne, consciente de que estaba entre la espada y la pared. Y la única forma de embotar la espada que le amenazaba era golpearla, y golpearla... hasta doblegarla.
—Supongo que acepto. Pero esta noche hablaremos las condiciones —terció Kaleb, sabiendo que no podría dormir por el cadrae y por el miedo a morir. Tenía que tenerla cerca. Muy cerca.
Hasta los hombres casados merecían tomar el aire fuera de la cama matrimonial.



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