El
Gran Capitán Silika no despegó los labios hasta que Yara no terminó de exponer
todo lo sucedido. Durante unos segundos, el militar de mayor rango observó a la
joven y esta mantuvo la vista clavada en la madera que tenía frente a ella,
enhiesta la espalda como si tuviese un palo pegado a la misma. Al cabo de ese
tiempo, Silika Clàr suspiró profundamente y meneó la cabeza.
–Me
has decepcionado, general –manifestó sin alzar en exceso la voz, en tono
neutral. Yara se tensó, pero no abrió la boca. Simplemente, levantó la barbilla
ligeramente hacia él. Aquellas cuatro palabras eran lo que siempre había
temido, lo que constantemente trataba de evitar. Pero su padre no había
terminado–. Por un miserable, ladrón, Yara… –la joven tragó saliva–. ¿Es que no
te he enseñado nada durante todos estos años? –suspiró de nuevo–. Francamente,
creía que los naraith entrenaban mejor
a sus alumnos en el arte del espionaje…
La
muchacha apretó los puños bajo la mesa hasta casi hacerse sangre en las palmas.
Era cierto, los naraith entrenaban a sus pupilos, entre otras, en tres
disciplinas bélicas esenciales: espionaje, batalla y combate cuerpo a cuerpo.
La pequeña Yara, creyendo ciegamente en los conceptos de honestidad y justicia
que se impartían a través del Mei’n We, “el camino de Mei”, siempre había
considerado que la primera de ellas constituía una deshonra al no suponer una
acción a cara descubierta. Pero el adoctrinamiento que conducía a todos los
aprendices a ser la élite que protegería Vlinder de sus enemigos mitigaba generalmente
esa sensación amarga. Aun así, nunca había sido su asignatura favorita.
–Y
así es, Gran Capitán –repuso Yara en cuanto vio que él dejaba su frase en
suspenso–. Pero merecía ser castigado: sustrajo el medio que necesitaba para
completar mi misión…
–…y
no es algo que puedas permitir –completó su padre con cansancio,
interrumpiéndola sin brusquedad–. General, sé la aversión que te provocan
ciertos sectores de la sociedad y créeme que comparto tu desprecio… Pero
estamos en guerra –le recordó– y no podemos permitirnos esta clase de errores.
–Lo
sé, Gran Capitán –admitió Yara, agachando de nuevo las orejas en actitud
contrita–. De hecho, cuando entré de nuevo en la taberna quise cambiar de
táctica, pero Lingnam ya había desaparecido y ni siquiera el hecho de enviar
después a Drazz y Makke a registrar la posada sirvió para nada –la joven apretó
los dientes antes de murmurar para sí–. Claro que no me sorprende…
–Basta,
general –la cortó su padre con cierta rudeza que sorprendió a la muchacha,
haciéndola alzar la vista ligeramente. El Gran Capitán, por su parte, comenzó a
pasear en actitud pensativa tras la hilera de sillas que flanqueaba la mesa en
el lado opuesto al de Yara. Esta esperó pacientemente a que volviese a abrir la
boca, cosa que no tardó en suceder–. Sé bien que no te agrada trabajar con
mercenarios, hija mía –el hombre suavizó ligeramente el tono, transformándolo
casi en un discurso paternal–. Al menos, no optaste por volver tú…
Yara
se encogió en el asiento como si le hubiesen propinado una patada en el
estómago. Puesto que, en el fondo, eso era precisamente lo que hubiese deseado
hacer. Lo que su conciencia le pedía a gritos que hiciese. Pero claro, su padre
y sus convicciones militares se negaban a permitir que su preciada hija quedase
desprotegida, prefiriendo escudarla tras un par de matones a sueldo satkianos. Por
supuesto, nadie en Vlinder osaría poner su reputación en entredicho aceptando
ese tipo de trabajos; siempre era mejor irse a la frontera oriental. Pero nada
de eso traspuso la firme barrera de sus labios apretados o sus más íntimos
pensamientos. Ya habían discutido alguna vez, como padre e hija y en
situaciones más distendidas, sobre la conveniencia o no de aquel tipo de
medidas; pero cuando la jerarquía militar se imponía, Yara sabía que no había
nada que hacer.
–No
volveré a defraudarte, Gran Capitán. Lo prometo.
Aquella
súbita declaración rompió el tenso silencio que se había establecido entre
ambos como un cuchillo afilado, provocando que el Gran Capitán volviese a la
realidad desde la profundidad de sus reflexiones.
–Está
bien, general –aceptó–. Creo que el dolor en tu orgullo es suficiente castigo
para que te plantees tu estrategia y tu reacción de cara a futuras misiones,
sean del tipo que sean…
Yara
alzó la vista con los iris verdes brillando de expectación.
–¿Se
ha vuelto a localizar a Lingnam? –preguntó sin poder contenerse.
Su
padre se tomó unos instantes para responder.
–Sí,
pero no serás tú esta vez quien vaya a buscarle. Según tu relato, te ha visto,
por lo que será inútil tratar de acercarte sin que huya inmediatamente –Yara
procuró camuflar su decepción y su dolor al sentirse aún más humillada tras una
máscara de aparente frialdad marcial–. Sin embargo –prosiguió Silika para su
sorpresa– tengo otra misión para ti. Algo en lo que sí sé de buena fe que no me
defraudarás…
Caía
la noche sobre Anybel. El patio de armas al que salió Yara tras dar por
concluida la entrevista con el Gran Capitán estaba iluminado por los reflejos
del final del atardecer, haciendo brillar el pavimento con hilos brillantes de
diferentes colores. La joven cerró los ojos e inspiró hondo, tratando de
serenar su ánimo. Si bien era cierto que la reprimenda por su fracaso en la
búsqueda de Jeoff Lingnam había sido un jarro de agua fría, el cometido que Silika
Clàr le había asignado acto seguido no había hecho otra cosa que hacer resurgir
su entusiasmo con la energía de un vendaval. Probaría su valía. Vaya que sí.
Sin
embargo, un rumor captado por su fino oído la obligó a abrir los ojos y adoptar
una posición alerta. Algo se movía por la penumbra del claustro que rodeaba el
patio de armas, concretamente a su derecha. La joven general dio dos pasos
hacia delante como si no se hubiese percatado de nada. Pero en cuanto sintió un
levísimo roce sobre la tela de su capa giró de golpe, barriendo el aire con la
palma abierta de la mano izquierda en dirección al vientre de su oponente. Este
se vio obligado a defenderse pero tuvo que claudicar en cuanto Yara, con una
finta y dos movimientos secos, lo inmovilizó contra una columna. Acto seguido,
la general bufó con diversión al comprobar de quién se trataba y relajó los
brazos.
–Comandante
Jadmeya… –susurró burlona, sin apartar su cuerpo un centímetro–. Qué agradable
sorpresa…
La
otra muchacha se incorporó ligeramente, mostrando media sonrisa socarrona en un
rostro alargado de la edad del de Yara, aproximadamente. La joven intrusa tenía
la piel pálida, los ojos de una tonalidad gris brumosa y el cabello rubio casi
blanco peinado en un corte desigual: mientras que el lado derecho de su cráneo
estaba totalmente rasurado, el lado izquierdo aún conservaba una espléndida
melena que la joven solía llevar recogida en una trenza justo sobre el borde
que separaba ambas regiones. Bajo la misma, disimulado en el borde de la nuca,
llevaba un icosaedro tatuado con una pupila viperina dibujada en su centro.
–Las
serpientes se atraen entre sí para darse calor –manifestó con ironía mientras
acercaba su rostro al de la general–. Y cuando supe que vendrías a mi ciudad no
pude resistir la tentación…
–¿Duniev
sabe que estás aquí? –inquirió Yara con una ceja enarcada, imitando el tono de
su compañera–. Creía que pertenecías a la guardia de la ciudad, no de la
Escuela…
Jadmeya
por su parte sonrió más ampliamente con cierta suficiencia.
–Así
era. Pero desde el asalto al puerto de hace tres semanas por parte de esos
bastardos de Olut y por mi condición de naraith, optó por incluirme en su
cuerpo de confianza –afirmó con orgullo mal disimulado antes de ponerse seria
de inmediato–. ¿Cuánto te quedarás?
Yara
agachó la cabeza y se humedeció los labios.
–No
lo sé –admitió con pesar–. Me envían al paso de Kaluk en una semana.
Jadmeya
torció el gesto.
–¿Y
qué se nos ha perdido en esa maldita región minera para que tenga que ir la
mismísima hija del Gran Capitán?
Yara
la reprendió con la mirada.
–Precisamente,
son órdenes del Gran Capitán –le recordó con cierta aspereza–. Además, será mi
forma de volver a ganar su confianza. Mi última misión de espionaje no es que
haya sido un éxito precisamente…
Jadmeya
ladeó la cabeza con aire socarrón.
–Bueno,
nunca fuiste la mejor espía de la promoción…
Ante
lo que Yara enarcó aún más las cejas en una mueca que pretendía corresponder a
ese mismo estado de ánimo.
–¿Vas
a seguir hablando mucho rato… –pasó una mano por las costuras de su corsé
azabache, idéntico al que ella misma vestía– o prefieres que aprovechemos el
poco tiempo que me queda aquí?
Como
suponía, aquello hizo que la otra mujer cambiase su gesto por una sonrisa en la
que se mezclaban ironía y deseo a partes iguales. Después, como si Yara le
hubiese dado una muda indicación, se inclinó para besarla con intensidad.
–No,
tienes razón, general –afirmó cuando ambas se separaron para recuperar el
aliento y acariciando el borde de su barbilla con un dedo–. Siempre será mejor
aprovechar el tiempo…
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