martes, 18 de octubre de 2016

Los dos aromas (Kaleb I)

Nota de la autora: ¡Hola! Soy Marta Conejo, la voz de Kaleb (por suerte, solo la voz...). Este capítulo es el primero del camino de Kaleb, de sus aventuras y de una gran historia en el continente. Recordad que ESTE NO ES EL PRIMER CAPÍTULO de la historia, sino que Paula de Vera (Yara, para vosotros) y yo hemos escrito un capítulo introductorio a cuatro manos. Os dejo aquí el primer capítulo



La noche de Ibisha se definía por dos aromas: la arena de la playa mojada que rodeaba toda la isla y el olor dulzón de la flor de Akarst, el primer componente de las bebidas que servían todas las tabernas. Era una planta autóctona en forma de arbusto, que tenía la manía de ocultarse en lugares recónditos de la isla, aunque con una simple flor se podía crear litros de alcohol para los paladares exquisitos de Ibisha, siendo tan intenso que su olor cubría toda la isla.
Y allí, en una pequeña playa situada entre dos escarpados acantilados, lejos de la mirada de cualquier interesado, también llegaban ambos aromas.
Kaleb sonrió, satisfecho por el resultado de la noche: era dueño de varias monedas de plata, todas para él. Pensó en cómo iba a hacerlas desaparecer, y una sonrisa socarrona surgió en sus labios.
Se tumbó en la arena, con los brazos en la nuca a modo de almohada. Las estrellas se arremolinaban en el cielo, rodeando a una enorme luna roja llamada Kaira, en honor a la diosa de la noche. Su diosa, y la imaginaba bastante bien...
Un gruñido agudo surgió justo encima de su cabeza, aunque el eco aumentó el sonido. Kaleb dejó de mirar a la luna para incorporarse, buscando en la oscuridad el autor del sonido.
Surgió en pocos segundos: un pequeño animal alado planeaba por encima del acantilado, en círculos. Kaleb se levantó y levantó las manos, silbando. En pocos segundos el alado comenzó a descender, mostrando unas alas escamosas junto a un cuerpo resbaladizo y brillante, formado por diferentes colores que parecían cambiar según la luz que incidía en el cuerpo.
Observó la danza de los colores hasta que el animal se posó en el suelo, volviendo a gruñir. Kaleb observó la cabeza de iguana que tenía su mascota, con unos ojos que le dedicaban una mirada de enfado. Mostró sus manos en señal de inocencia.
—No me mires así, Ivanich — Kaleb se acercó a él, pero el animal se echó para atrás, bufando — ¡Oye!
Todo el mundo le habría desaconsejado tener un drega como mascota: eran criaturas pequeñas, con un cuerpo escamoso, capaces de volar y unas garras que podrían causar bastante daño. Pero esto no era la razón principal de su odio: sabían lo que tenía valor y sabían cómo apropiarse de ello.
Ivanich replegó las alas, lo que permitió a Kaleb ver una bolsa de arpillera pequeña, sujeta por las patas delanteras del drega. Sonrió ampliamente, olvidando el enfado del animal, aunque sin acercarse.
—¡Muy bien hecho! — le aplaudió, intentando que el animal no decidiera quedarse con toda la fortuna — Eres un buen compañero. Yo lo cojo, tú lo transportas.
El animal respondió con un gruñido, dejando la bolsa en el suelo y alejándose con pequeños saltitos. Al oeste de Haimuryn habían vivido los dragones, animales gigantes, que lanzaban fuego y que su agresividad les había hecho pasar a ser parte de la historia. Pero algunos antepasados pudieron domesticarlos — y Kaleb prefería no pensar cómo... —, dando paso a una versión domesticada y mucho más pequeña, los drega.
Se acercó a la bolsita y la agarró, lanzándole para arriba unos centímetros y sintiendo el tacto metálico de las monedas. Abrió la bolsa y mostró una de las monedas a Ivanich, que giró la cabeza, con curiosidad.
—¿A quién le voy a comprar una bolsa entera de ratones? — preguntó con una voz infantil.
El drega parecía entender bien esa palabra, asintiendo con la cabeza y alzando el vuelo hasta el hombro de Kaleb, donde alargó el cuerpo hasta enroscarse en sus hombros, tocando el pómulo a su dueño.
Acarició el cuerpo fibroso del drega con una leve sonrisa en el rostro, sintiendo una presión familiar en el pecho que vaticinaba que todo había ido bien. Ibisha era una isla de oportunidades de todo tipo, y siempre que tenía algún problema, apartaba su vida itinerante para acudir allí y rezagarse en la bebida, las mujeres y el dinero ajeno.
Salió de la diminuta playa con dificultad, trepando por el pequeño acantilado hasta llegar a la cima, donde se encontraba una calle ocupada con casas de diferentes tamaños, todos de color blanco. El amanecer aparecería en apenas una hora, aunque no se quedaría para verlo; tenía una habitación alquilada en la taberna de Tytus, cuatro paredes con un jergón cuya historia prefería no conocer, pero su amigo se lo había dejado por muy buen precio. Iría allí y se tumbaría toda la mañana, preparado para volver a vivir la noche ibishenca.
Se acercó paseando al local, observando las luces blancas y las velas que decoraban las casas. La taberna no era el mejor local, pero sí el que cerraba más tarde de toda la isla. Tytus conseguía montar fiestas que llamaban la atención... aunque sus empleados le odiarían en cuanto vieran el suelo y la fachada llena de polvos de colores.
Sintió como Ivanich tensaba su cuerpo, bajando por su espalda y agarrándose a la correa de su bandolera. Kaleb se detuvo, conociendo el sentido de su mascota y observando a su alrededor: de la taberna salían todo tipo de gente, desde muchachas que habían venido del continente para celebrar algo a hombres que buscaban a esas mujeres, pasando por ladrones, vendedores de bebidas ilegales, soldados en busca de gente desesperada para la guerra y emisarios de figuras ilustres que, también, elegían este lugar para relajarse.
—Ivanich, está todo bien —murmuró, acercándose a la puerta—no te preocupes por...
Dos hombres de bastante altura —y anchura— salieron de uno de los caminos que daba a la taberna, diferente al suyo. Andaban encorvados, no parecían muy contentos de estar ahí y sus miradas no se posaban en nada interesante. Abrió los ojos, sabiendo que podía ser una amenaza para él; tras tantos años huyendo, uno era capaz de oler a su enemigo.
No podía dar marcha atrás: sería muy poco disimulado y conseguirían agarrarle. Y sería muy vergonzoso que ajustaran cuentas delante de todo el mundo, le obligarían a despedirse de su anonimato en la isla, por lo menos para sus víctimas. Aprovechó a un grupo de chicas que pasaba cerca de él, agarrando la mano de una y atrayéndola hasta él. Sintió cómo el cuerpo de la muchacha golpeaba contra su pecho, y se giró levemente para dar la espalda a los dos hombretones y para no caer hacia atrás.
—¿Perdona? —replicó la muchacha, sorprendida. Pero no enfadada.
—Perdón concedido —la ayudó a erguirse, y para ello consiguió dar la espalda a los soldados, intentando olvidarles para concentrarse en la chica, una mujer ya adulta, de pelo moreno y tez oscura, seguramente de la capital de Olut —. Mi nombre es Kaleb.
—¿Te gusta filtrear con cualquiera que sale de una taberna, Kaleb? —el grupo de amigas se había separado, aunque observaba la escena con interés.
Esperaba que fueran las únicas personas que lo hacían. Ivanich se apretaba más a su espalda, bajando hasta su bandolera para meterse en ella. Si había peligro, él avisaría. Y, mientras tanto, tenía tarea delante de él.
—¿Con cualquiera? Menosprecias mi decisión y tu persona —susurró, acercándose al oído para que la escuchara— Y tú, ¿Has venido hasta Ibisha para acabar en cualquier taberna?
La muchacha entrecerró los ojos, intentando averiguar algo más de Kaleb, alguna intención oculta. Él conocía esa mirada, y era mejor no dejar que durase mucho. Volvió a coger su mano, sintiendo cómo Ivanich se introducía en su bandolera, en silencio.
—¿Sabes que el color del amor, en Ibisha, es el verde? —hizo uso de su sonrisa, aunque estaba demasiado tenso: quizás esos hombres seguían ahí, dispuestos a partirle su único encanto— ¿Y que, seguramente, tu hostal esté mucho más lejos que mi habitación?
Tragó saliva mientras se giraba para señalar la taberna con la cabeza. Aprovechó esos instantes para buscar a los dos hombretones, pero habían desaparecido. Una sensación de alivio le llenó por dentro, y ahora, optimista por haber dado esquinazo al peligro, se sentía invencible.
Consiguió que las amigas de la muchacha se fueran sin ella, y Kaleb fue arrastrado al interior de la taberna, ya a punto de cerrar. Se dejó llevar por la mano fuerte de la mujer, que parecía aliviada al saber que su noche no terminaba allí. Quizás sí aguantaba despierto hasta el amanecer.
Ivanich había salido de su bandolera al entrar en la taberna: prefería que su mascota no estuviera delante en ciertos momentos. El olor a sudor y a Akarst les dieron la bienvenida, aunque a ninguno de los dos le importó.
—¿Dónde está tu habitación? —preguntó la mujer, abrazándole por el cuello.
Kaleb indicó las escaleras del fondo, la parte más privada de la taberna. Y no pudo hablar cuando la muchacha, agarrando el cuello de su camisa blanca, le llevó hasta el pasillo.
Parecía que estaban luchando: la adrenalina del dinero robado y de la huida de los hombretones le alimentaba, y besó a la mujer con pasión, olvidando que apenas la conocía y que no sabía su nombre. Ella tampoco parecía muy interesada en la personalidad de Kaleb, ya que por lo que pudo notar en su entrepierna, le interesaban otras cosas de él... y una sonrisa de satisfacción por parte de ambos les acabó llevando hasta la puerta de su habitación.
Kaleb buscó la llave en su bandolera mientras la muchacha le besaba el cuello: le costaba controlar su interés en ella, pero como no encontrase la llave Tytus le regañaría por armar escándalo en medio del pasillo. Finalmente dio con ella, atinando a ciegas en la cerradura y abriendo la habitación.
—Pasa tú primer... —dijo a la chica, interrumpiéndose al ver la habitación.
No era una persona muy ordenada, y tampoco tenía razones para serlo: llevaba años sin vivir más de un mes en un lugar, sus pertenencias las solía llevar encima y el dinero que ganaba se lo gastaba en poco tiempo. Pero le enfadó encontrarse que su habitación, consistente en un jergón y una pila de ropa en una silla de madera estaba hecha un desastre. Alguien había entrado a la habitación, había tirado toda la ropa... ¡E incluso habían rajado algunas de las prendas! ¡Y las más caras!
Kaleb se separó ligeramente de la muchacha, y ella también se dio cuenta de lo que había ocurrido. Comprobó los desperfectos desde el marco de la puerta, maldiciendo al autor de aquello. Habían abierto hasta el jergón, y seguramente no habían encontrado nada. Esperaba que, quién fuera el responsable, no volviera en un par de horas.
—Bueno, aún queda algo de mullido en el jergón —Murmuró Kaleb, atrayendo a la chica hasta él, haciéndola pasar y cerrando la puerta.
Ni siquiera se preocupó en buscar el candil y las velas entre todo el montón de ropa.



¡Os esperamos en la próxima parada!

1 comentario:

  1. Jaja ese Kaleb! Por lo menos tiene sus prioridades bien claras!
    Me gusta Ivanich, a pesar de todo lo malo que dice la gente sobre los drega, me parece que Kaleb y él son una buena pareja. Interesante que sus antepasados sean dragones.
    Saludos!

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