miércoles, 28 de septiembre de 2016

La noche blanca






La joven avanzaba despacio por el camino de tierra. Era alta, espigada y vestía de blanco, como correspondía en un evento como aquel al que asistía en la Isla de Ibisha.

        Tras casi media hora de camino, la taberna apareció por fin entre los árboles, como un espejismo de luces en el atardecer. La fiesta se encontraba en pleno apogeo y en la mayoría de asistentes que pululaban alrededor de la entrada se podían apreciar ciertos signos de esa felicidad que solo provoca la bebida. Yara se encaminó con aire resuelto hacia allí, aunque procurando que no se notara su habitual envaramiento militar, aprendido a lo largo de los años. A pesar de todo, seguía sintiéndose totalmente fuera de lugar. 

       “Recuerda por qué lo haces”, se convenció por enésima vez antes de empujar la puerta del local.


Amaba la isla de Ibisha, tanto por su gente como por todas las celebraciones que año tras año los ciudadanos inventaban, con el objetivo de salir a las calles. Kaleb se encontraba apoyado en el fondo de la taberna, donde el tránsito de gente y la luz apenas llegaban. Un marinero de la isla le hablaba sobre algo que no le interesaba; quizás sobre la guerra, sobre política o sobre el nuevo continente que estaba en la boca de todos. Agradecía que los instrumentos sonasen estruendosamente, sin hacer esfuerzo en escucharle, y asentía cuando el marinero levantaba la voz, acariciando a su mascota, un pequeño drega: era un animal del norte de Olut, cerca de las montañas y las zonas húmedas. El tacto de su piel era parecido al de una serpiente, aunque los drega tenían cuatro patas y cabeza de iguana. Estaba apoyado en su cuello, moviendo la cola con indiferencia aunque preparado para las órdenes de su amo. Un sonido gutural cerca de su oído llamó la atención de Kaleb.
—Tranquilo Ivanich, en un rato tendremos algo entre manos —sonrió cortésmente al marinero que hablaba con él, aunque su vista estaba clavada en la sala, en busca de alguna incauto.
Conocía a parte de la clientela, aunque la gente de su alrededor no parecía interesarse en él. Cruzó los brazos y sintió cómo Ivanich descendía por su brazo, hasta acunarse en sus antebrazos. Debía escoger a alguien antes de que se hiciera demasiado tarde, de que las monedas cambiaran de dueño...

Y entonces la vio: era una joven de ojos verdes y pelo de color claro, o eso pudo diferenciar con la poca luz del local. Se despidió con dos palabras del marinero, que continuó hablando solo. Tenía buen olfato gracias a la experiencia y por ello supo que aquella chica, nueva en el local por su expresión de desconcierto, se despistaría entre tanta gente. Y si ella se despistaba, sus pertenencias también. Sintió cómo su mascota volvía enroscarse en su cuello.
—Vamos Ivanich, tenemos trabajo.


El interior del local, como suponía, estaba abarrotado de gente vestida de blanco que bailaba al son de una música pegadiza que no terminaba de agradar del todo a la joven espía. El ambiente festivo era poco de su agrado, en general y estuviera donde estuviese. Pero no había acudido precisamente por la jarana. Con los ojos entrecerrados para adaptar su visión a la penumbra y los labios ligeramente fruncidos en un gesto concentrado, la joven oteó sobre las cabezas de los asistentes hasta que, al cabo de un par de minutos, lo vio.
Era tal y como se lo habían descrito: alto, flaco, pálido y con el rostro picado por la viruela. Ojos grises y una cicatriz junto a la oreja derecha. Jeoff Lingnam, el Tahúr de las Islas. En aquel ambiente casi adolescente y despreocupado, su fiero aspecto destacaba como un faro en medio de la noche.


Con disimulo, mientras aparentaba caminar alrededor de los bailarines en dirección a la barra, la aguda vista periférica de la muchacha no perdía de vista la nuca de su objetivo. Así fue como comprobó que él también trataba de pasar desapercibido sin lograrlo del todo, haciendo eses como si realmente quisiera hacer ver que bailaba entre los inocentes que lo rodeaban y danzaban, a la vez que se dirigía hacia el oscuro fondo de la taberna.
“Ah, no. No vas a conseguir escapar tan fácilmente”, se juró Yara para sus adentros con decisión, “no después de haberte encontrado por fin”. Hasta haber conocido su localización exacta, ella y sus secuaces llevaban dos semanas tras la pista de aquel viajante que camuflaba sus malas artes tras trucos baratos y palabras bonitas. Lingnam había recorrido todo el continente de Hantu de un confín a otro. Conocía a casi todo el mundo en lo que a bajos fondos y trapicheos se refería. Y por ello era una baza que, pese a todo, su gente no se podía permitir perder.

—¡Au! —exclamó cuando sintió cómo uno de los invitados a la fiesta chocaba contra ella.

Sus músculos curtidos en batalla aguantaron el golpe pero el desconocido se volvió para disculparse. Su barba, de un color verde estrafalario, no pudo ocultar una sonrisa cautivadora, acompañada con una reverencia en señal de respeto, aunque en algunos lugares se podía considerar como una declaración de intenciones. Yara entrecerró los ojos, algo extrañada ante la actitud del joven.

—No ha sido nada —replicó sin demasiado entusiasmo.
Si seguía así perdería la pista de Lingnam. Sin embargo, en unos pasos consiguió adentrarse por fin, tras la espalda del Tahúr, en una pequeña salita oculta detrás de una cortina disimulada sobre el fondo en penumbra del local.

Kaleb se alejó con calma, esquivando a la gente. Si corría llamaría la atención de la mujer y era fácil saber, por el simple choque que había provocado, que aquella muchacha era de armas tomar. Quizás hasta literalmente. Dejó atrás la atestada sala y se dirigió a la terraza subiendo los escalones de dos en dos, dejándose llevar por el ambiente de la fiesta. Se detuvo al llegar al último escalón, observando su alrededor y buscando a su ayudante.
Sonrió al verlo: Tytus estaba subido a la tarima de la terraza, rodeada de clientes un poco embriagados. Sus manos, manchadas de polvo de colores, no paraban de agitarse en el aire, liberando polvos amarillos, azules y rosas que se pegaban en la ropa y en la piel de la gente, enturbiando el aire. Levantó la mano para indicarle que bajara y fuera hasta él, sin poder evitar que su ropa blanca se ensuciase. Tytus lo vio en pocos segundos, mostrando una amplia sonrisa y liberándose de todos los polvos que tenía en su mano, elevándolos y creando una gran nube de colores que emocionó a la gente.
Kaleb lo esperó, acariciando a Ivanich; como ladrón profesional que se llegaba a considerar sabía que no había mejor condición para robar que un dueño con una comisión.
Y por lo que había sentido la saca de la chica llevaba bastante peso.
Tytus le dedicó una mirada de extrañeza al verlo, con las manos en jarra.
—¿Y esa barba que te has dejado? —preguntó con ironía, alejándose de la multitud.
Kaleb lo miró con curiosidad, buscando la bolsa y mostrándola al dueño con discreción.
—Dicen que el color verde es el color de la fortuna —informó mientras le daba la saca de dinero.


La pequeña habitación estaba en penumbra. Unos metros más allá, el objetivo de Yara se codeaba con una mujer vestida de cuero, con aspecto de tener muy mal genio y peores intenciones, así como con una especie de armario barbudo de casi dos metros de alto. La muchacha tragó saliva, alzó la cabeza y compuso su mejor sonrisa. Por el bien de los suyos, manos a la obra.
—Señorita, caballeros... — se anunció educadamente —. Espero no interrumpir.
Como suponía, todos se volvieron al unísono hacia ella, claramente desconcertados.
—¿Quién eres tú? — inquirió el “armario”, echando mano al costado donde colgaba un pequeño hacha de filo mellado.
—Sí, esto es una reunión privada —protestó la mujer de cuero.
Lignam, por su parte, no abrió la boca, sino que se limitó a observar a la joven con evidente curiosidad. Sin embargo, su postura seguía siendo tensa y Yara lo observó al primer vistazo. Tenía que ser cauta.
—Oh, perdón —se excusó entonces la recién llegada, sin asomo de temor—. Había entendido que por esta zona era donde se entendían los... negocios turbios.
Acompañó sus últimas dos palabras de un mohín explícito que pareció relajar la reticencia de sus interlocutores.
—¿Qué ofreces? —quiso saber entonces el grandullón.
La muchacha, con total desparpajo, se sacó una baraja de cartas de debajo del vestido.
—¿Qué tal una partida de kitab?
Los tenía en el bote. Los rostros frente a ella se iluminaron ante la perspectiva de un poco de animación y, de paso, poder desplumar a alguno de los presentes. Sin embargo, al ir a palpar su bolsa como muestra adicional de poder, Yara palideció; por algún motivo, no la tenía. Trató de hacer memoria, y entonces se percató. Maldito...

         —Señores, ruego me disculpen un segundo —se despidió precipitadamente con una sonrisa forzada—. Hay un asunto que debo atender antes de comenzar.           
Y ante el estupor de los presentes salió sin darles tiempo a ver la mueca furibunda que retorcía sus rasgos. Barbaverde se las iba a pagar muy caras. Vaya que sí.


3 comentarios:

  1. Me habéis picado la curiosidad. Estoy deseando saber cómo sigue ^^

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  2. Llama la atención porque Yara habla de su gente. Quiero saber que onda, qué oculta.
    Y por otro lado el ladrón, pinta como uno más no más, ya veremos con que sale más adelante jaja
    Saludos

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